No es "casualidad" que este escrito lo hubiera leído hace un tiempo y que el otro día lo leí en una famosa blogger... no es "casualidad" que haya aparecido precisamente ahora... porque cuando nada buscaba el TODO me encontró...
Así que... Quiero contarte una vieja historia sobre un hombre que no
creía en el amor. Se trataba de una persona normal, como tú y como yo, pero lo
que lo hacía especial era su manera de pensar: estaba convencido de que el amor
no existía. Había acumulado mucha experiencia en su intento de encontrar el
amor, por supuesto, y observado a la gente que tenía a su alrededor. Se había
pasado buena parte de su vida intentando encontrar el amor y había acabado por
descubrir que el amor no existía.
Dondequiera que fuese solía explicarle a la gente que el
amor no era otra cosa que una invención de los poetas, una invención de las
religiones que intentaban, de este modo, manipular la débil mente de los seres
humanos para controlarlos y convertirlos en creyentes. Decía que el amor no era
real y que, por esa razón, ningún ser humano lo encontraría jamás aun cuando lo
buscase.
El hombre continuó hablando incansablemente de todas las
razones por las cuales creía que el amor no existía y siguió diciendo: «Yo ya
he pasado por todo eso. No volveré a permitir que nadie manipule mi mente y
controle mi vida en nombre del amor». Sus argumentos eran bastante lógicos y
convenció a mucha gente con sus palabras. El amor no existe.
Sin embargo, un día, este hombre salió a dar un paseo por un
parque, donde se encontró, sentada en un banco, a una hermosa mujer que estaba
llorando. Cuando advirtió su llanto, sintió curiosidad, se sentó a su lado y le
preguntó si podía ayudarla. También le preguntó por qué lloraba. Puedes imaginar
su sorpresa cuando ella le respondió que estaba llorando porque el amor no
existía. Él dijo: «Esto es increíble: ¡una mujer que cree que el amor no
existe!». Por supuesto, quiso saber más cosas de ella.
-¿Por qué dice que el amor no existe? -le preguntó.
-Bueno, es una larga historia -replicó ella-. Me casé cuando era muy joven,
estaba muy enamorada, llena de ilusiones y tenía la esperanza de compartir mi
vida con el que se convirtió en mi marido. Nos juramos fidelidad, respeto y
honrarnos el uno al otro, y así creamos una familia. Pero, pronto, todo empezó
a cambiar. Yo me convertí en la típica mujer consagrada al cuidado de los hijos
y de la casa. Mi marido continuó progresando en su profesión y su éxito e
imagen fuera del hogar se volvió para él en algo más importante que su propia
familia. Me perdió el respeto y yo se lo perdí a él. Nos heríamos el uno al
otro, y en un momento determinado, descubrí que no le quería y que él tampoco
me quería a mí.
Pero los niños necesitaban un padre y esa fue la excusa que utilicé para
continuar manteniendo la relación y apoyarle en todo. Ahora los niños han
crecido y se han independizado. Ya no tengo ninguna excusa para seguir junto a
él. Entre nosotros no hay respeto ni amabilidad. Sé que, aunque encontrase a otra
persona, sería lo mismo, porque el amor no existe. No tiene sentido buscar algo
que no existe. Esa es la razón por la que estoy llorando.
Como la comprendía muy bien, la abrazó y le dijo:
-Tiene razón, el amor no existe. Buscamos el amor, abrimos nuestro corazón, nos
volvemos vulnerables y lo único que encontramos es egoísmo. Y, aunque creamos
que no nos dolerá, nos duele. No importa cuántas relaciones iniciemos; siempre
ocurre lo mismo. Entonces ¿para qué seguir buscando el amor?
Se parecían tanto que pronto trabaron una gran amistad, la mejor que habían
tenido jamás. Era una relación maravillosa. Se respetaban mutuamente y nunca se
humillaban el uno al otro. Cada paso que daban juntos les llenaba de felicidad.
Entre ellos no había ni envidia ni celos, no se controlaban el uno al otro y
tampoco se sentían poseedores el uno del otro. La relación continuó creciendo
más y más. Les encantaba estar juntos porque, en esos momentos, se divertían
mucho. Además, siempre que estaban separados se echaban de menos.
Un día él, durante un viaje que lo había llevado fuera de la
ciudad, tuvo una idea verdaderamente extraña. Pensó: «Mmm, tal vez lo que
siento por ella es amor. Pero esto resulta muy distinto de todo lo que he
sentido anteriormente. No es lo que los poetas dicen que es, no es lo que la
religión dice que es, porque yo no soy responsable de ella. No tomo nada de
ella; no siento la necesidad de que ella cuide de mí; no necesito echarle la
culpa de mis problemas ni echarle encima mis desdichas. Juntos es cuando mejor
lo pasamos; disfrutamos el uno del otro. Respeto su forma de pensar, sus
sentimientos. Ella no hace que me sienta avergonzado; no me molesta en
absoluto. No me siento celoso cuando está con otras personas; no siento envidia
de sus éxitos. Tal vez el amor sí existe, pero no es lo que todo el mundo
piensa que es».
A duras penas pudo esperar a volver a casa para hablarle de su extraña idea.
Tan pronto empezó a explicársela, ella le dijo: «Sé exactamente lo que me
quieres decir. Hace tiempo que vengo pensando lo mismo, pero no quise
compartirlo contigo porque sé que no crees en el amor. Quizás el amor sí que
existe, pero no es lo que creíamos que era». Decidieron convertirse en amantes
y vivir juntos, e increíblemente, las cosas no cambiaron entre ellos. Continuaron
respetándose el uno al otro, apoyándose, y el amor siguió creciendo cada vez
más. Eran tan felices que incluso las cosas más sencillas les provocaban un
canto de amor en su corazón.
El amor que sentía él llenaba de tal modo su corazón que,
una noche, le ocurrió un gran milagro. Estaba mirando las estrellas y
descubrió, entre ellas, la más bella de todas; su amor era tan grande que la
estrella empezó a descender del cielo, y al cabo de poco tiempo, la tuvo en sus
manos. Después sucedió otro milagro, y entonces, su alma se fundió con aquella
estrella. Se sintió tan inmensamente feliz que apenas fue capaz de esperar para
correr hacia la mujer y depositarle la estrella en sus manos, como una prueba
del amor que sentía por ella. Pero en el mismo momento en el que le puso la
estrella en sus manos, ella sintió una duda: pensó que ese amor resultaba
arrollador, y en ese instante, la estrella se le cayó de las manos y se rompió
en un millón de pequeños fragmentos.
Ahora, un hombre viejo anda por el mundo jurando que no
existe el amor, y una hermosa mujer mayor espera a un hombre en su hogar,
derramando lágrimas por un paraíso que una vez tuvo en sus manos pero que, por
un momento de duda, perdió. Esta es la historia del hombre que no creía en el
amor.
¿Quién de los dos cometió el error? ¿Sabes qué es lo que no funcionó? El que
cometió el error fue él al pensar que podía darle su felicidad a la mujer. La
estrella era su felicidad y su error fue poner su felicidad en las manos de
ella. La felicidad nunca proviene del exterior. Él era feliz por el amor que
emanaba de su interior; ella era feliz por el amor que emanaba de sí misma.
Pero, tan pronto como él la hizo responsable de su felicidad, ella rompió la
estrella porque no podía responsabilizarse de la felicidad de él.
No importa cuánto amase la mujer al hombre, nunca hubiera
podido hacerle feliz porque nunca hubiese podido saber qué es lo que él quería.
Nunca hubiera podido conocer cuáles eran sus expectativas porque no podía
conocer sus sueños.
Si tomas tu felicidad y la pones en manos de alguien, más
tarde o más temprano, la romperá. Si le das tu felicidad a otra persona,
siempre podrá llevársela con ella. Y como la felicidad sólo puede provenir de
tu interior y es resultado de tu amor, sólo tú eres responsable de tu propia
felicidad. Jamás podemos responsabilizar a otra persona de nuestra propia
felicidad, aunque cuando acudimos a la iglesia para casarnos, lo primero que
hacemos es intercambiar los anillos. Colocamos la estrella en manos de la otra
persona con la esperanza de que nos haga felices y de que nosotros la haremos
feliz a ella. No importa cuánto ames a alguien, nunca serás lo que esa persona
quiere que seas.
Ese es el error que la mayoría de nosotros cometemos nada
más empezar. Asentamos nuestra felicidad en nuestra pareja y no es así como
funciona. Hacemos todas esas promesas que somos incapaces de cumplir, y
entonces, nos preparamos para fallar.
“La maestría del amor”.
Dr. Miguel Ruiz.
He aprendido a agarrar esa estrella, la mía... mientras miro como tu agarras la tuya... y cada uno con su estrella nos damos la mano para andar juntos... compartiendo el camino... ¿ves lo que hay en el horizonte?
No hay comentarios:
Publicar un comentario